El verano de Cervantes: una escritura desatada, adelanto editorial de Antonio Muñoz Molina
Ciudad de México, 27 de julio de 2025.- El verano es la estación de Don Quijote de la Mancha. Es el tiempo en el que suceden, del principio al final, todas sus peripecias, y también el más adecuado para su lectura. El desocupado lector al que se dirige desde la primera línea Cervantes es el que tiene tiempo de sobra por delante, el que puede dedicarse sin urgencia y sin remordimiento a esa particular forma de no hacer nada que es la lectura de una obra muy larga de ficción. El tiempo interior de la novela y el externo a ella —y también íntimo del acto de leer— confluyen en una forma particular de recogimiento, en una atemporalidad en la que se superponen la lectura presente y cada una de las que uno ha ido haciendo a lo largo de su vida. Veranos sucesivos que se le presentan como un verano único, a la vez de puro adanismo y de veteranía: los veranos remotos de lectura en el final de la niñez y la primera adolescencia, y, de ahí en adelante, una travesía de las edades de la vida, de escenarios diversos, habitaciones variables que siempre parecen la misma y siempre tienen algo en común aunque sean distintas entre sí; como es distinta y a la vez la misma la cara ensimismada que se inclina sobre el libro, y el cuerpo del lector que lo sostiene en las manos. Todo es lo mismo y todo está cambiando siempre: las habitaciones en las que sucede la lectura, las ciudades, las manos de niño y luego de adolescente y de hombre joven y de hombre maduro, y las manos del hombre de sesenta y cinco años que escribe ahora mismo, algo oscurecidas, con manchas, con las venas más pronunciadas; y también el libro, su tipografía, las ediciones que leí y he perdido, las que conservo todavía, algunas con la letra tan pequeña que ya ni con gafas puedo descifrarla, gastadas como herramientas cotidianas; las demasiado voluminosas y solemnes que consulto pero no leo; y las que prefiero, las de bolsillo, las llevaderas, a ser posible en dos volúmenes, porque así son más livianas, y también porque resaltan tangiblemente el hecho de que Don Quijote no es una novela, sino dos novelas muy distintas entre sí, escritas con una diferencia de más de diez años, por alguien que había cambiado mucho en ese intervalo, y que podría haber dicho, igual que Montaigne, que si él había hecho su libro, su libro también lo había hecho a él. Los dos podían decirlo con dosis semejantes de humildad y de orgullo: humildad porque lo que habían logrado no era el resultado de un propósito consciente, sino de una serie de tanteos más o menos a ciegas, un dejarse llevar en el que ellos mismos eran los primeros sorprendidos por lo que encontraban; y orgullo porque eso que cada uno había hecho, a su manera, no lo había hecho nadie antes.
Don Quijote también es una suma de essais, de ensayos, prueba y error, una improvisación que lleva no se sabe hacia dónde, hasta que poco a poco va definiendo un camino. Y como le pasa a Montaigne, es la experiencia de lo escrito la que va ofreciendo una cierta seguridad, y la forma intuida en el libro de 1605 ya ha cuajado firmemente en el de 1615, igual que las retahílas de citas de los primeros ensayos de Montaigne dan paso al discurso mucho más articulado y seguro del tercer volumen. El proceso de la invención es plenamente visible en la obra acabada, un palimpsesto de los borradores y las vacilaciones que conducen a ella.
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No quedan borradores de Don Quijote, ni siquiera el texto completo y bien copiado que Cervantes debió entregar a la imprenta. Pero en las novelas publicadas, sobre todo en la de 1605, puede rastrearse una arqueología conjetural de su invención. Una novella burlesca a la italiana, con un humorismo de porrazos y una secuencia de breves escenas de entremés, inopinadamente se va convirtiendo en otra cosa, en el curso de una especie de deflagración narrativa a la que el propio autor asiste con agradecimiento y asombro, porque no sabe bien hacia dónde lo lleva el impulso que está siguiendo, la irrupción brusca de un mundo en todos sus detalles y sus complicaciones argumentales, de personajes que rompen a hablar por sí solos, de historias aisladas que se entrecruzan en una trama superior que las abarca a todas, y hacia la que son arrastrados como en un caudaloso torbellino materiales de todo tipo, imágenes de la experiencia inmediata y del recuerdo lejano, cosas vistas y cosas inventadas o leídas, el edificio entero de la imaginación asentándose de golpe con la firmeza de la arquitectura y la liviandad de un espejismo o de una composición musical polifónica.
No son hipótesis. Está a la vista la traza del tejido, las incongruencias, las costuras, los arrepentimientos. Más vale seguir hacia adelante sin apuro que detenerse a corregir o reparar errores y perder así el impulso que empuja la pluma ávida sobre el papel: la pluma de ave que se interrumpe cada pocas palabras para ser untada de nuevo en la tinta y de inmediato recupera su rumbo, favoreciendo en torno suyo un ámbito estrecho de quietud que es el espacio necesario para que la invención y la escritura se desaten con un grado máximo de fertilidad. Montaigne era un señor próspero y tenía su castillo en medio de los campos fértiles de Francia, y en su castillo la torre circular con las paredes llenas de libros y ventanas por las que entraba la luz y en las que podía descansar la mirada cuando se fatigaba de leer o escribir. Cervantes es un viejo parcialmente mutilado, un veterano de guerras antiguas, un funcionario de dudoso escalafón que ha debido de escribir donde buenamente podía, en la incomodidad y el ruido de las ventas, en el trasiego de las oficinas y los molinos y almacenes en los que compraba o requisaba granos, incluso en la cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación. Los años de su plena madurez vital y del probable despegue de su talento narrativo los pasa casi enteros en movimiento permanente y muchas veces angustiado, no cabalgando con sosiego como Montaigne en su viaje a Italia, sino urgido por las obligaciones de un trabajo ingrato, montado en esas terribles mulas de alquiler que son una presencia constante en sus historias, alojándose en las ventas detestables que solo él hizo el prodigio de convertir en lugares universales de la imaginación. Escribiría en los ratos que le dejaran libres las obligaciones y en los días de largas esperas administrativas en los que no sucedía nada. Aprovecharía para escribir pliegos de papel de sus contadurías y sus informes oficiales, tal vez rodeado de gente ruidosa, de relinchos de caballerías, de martillazos de toneleros o herreros. Una parte de lo que tuviera en ese momento delante de los ojos entraría en lo que estaba escribiendo, como un ingrediente de una historia en marcha o un
acicate para una nueva invención. Un arriero llega al anochecer al corral de la venta para dar de beber a sus animales. En las paredes del cuarto donde él escribe hay una ristra de pellejos reventones de vino que parecerían cabezas de animales monstruosos. La cruda realidad es un espectáculo fascinante para sus ojos muy abiertos y un desmentido amargo o sarcástico de las formas de belleza que él ama tanto en la literatura, las delicadas metáforas y los resplandores verbales de la poesía, oro y perlas preciosas y rojos corales y cabellos rubios de pastoras o damas y manos de nieve y pies de un blanco de alabastro sumergidos en arroyos de aguas siempre
cristalinas.
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Y todo siempre en verano. El comienzo de todo, la primera salida, es una mañana antes del día, de los calurosos del mes de julio. Debe de ser al principio de julio, porque ya han terminado la siega y la trilla. Son los calores de julio en paisajes áridos, con pocos árboles que den buena sombra y sin verdor de huertos, ni de acequias y ríos. La única sombra durante muchas horas es la muy escasa del jinete y su cabalgadura. Las partes metálicas del casco y de la armadura arden al sol, y el cuero recalentado acentúa el agobio; y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor que bastaba para derretirle los sesos. Don Quijote es todavía un fantoche, apenas un espantapájaros cabalgando tieso sobre su rocín. Ha empezado la novela y el hidalgo de apellido incierto y linaje dudoso se ha convertido en su propio personaje, como el héroe de un cómic que se dibujara a sí mismo, con todos sus atributos ya invariables, y culminándolo todo con la elección crucial de toda criatura de ficción: el nombre, el suyo y el de los otros personajes importantes que lo rodean, su caballo y su dama.
Con información de: El Universal