Charlas de taberna | Cinco millones de flores que guían almas | Por: Marcos H. Valerio
El sol de octubre quema la tierra húmeda de San Gregorio. Entre canales quietos y chinampas que resisten el asfalto, un mar naranja se mueve con el viento. Son aproximadamente cinco millones de cempasúchiles –pequeñas, medianas, grandes– que estallan en los parajes de San Sebastián, El Japón y Puente Urrutia. Aquí, en este ejido que huele a lodo y pétalo, la vida y la muerte se tocan con las manos.
Un productor, José Alfonso Muñoz Enríquez camina entre las hileras con botas llenas de tierra. Lleva 45 años sembrando flores, pero cada temporada le parece la primera. “Mire”, dice, y arranca una mata de clemolito que apenas cabe en su palma. “Esta vale 25 pesos. La grande, la de corte, llega a 50. Pero no es el precio: es lo que lleva dentro”.
El proceso empieza en julio. En charolas de plástico, las semillas duermen bajo una manta de tierra ligera. Germinan en 10 días. A finales de agosto, las plántulas viajan a macetas de siete pulgadas, donde reciben fertilizante y el primer sol fuerte.
En septiembre, cuando ya miden 30 centímetros, las separan con cuidado quirúrgico. “Si las aprietas, se ahogan”, explica José Alfonso. “Necesitan espacio para respirar, como las almas”.
Para octubre, el campo es un incendio controlado. Los pétalos –veinte, siempre veinte, como dice el náhuatl– se abren en abanico. El aroma es dulce y punzante, un hilo invisible que, según la creencia, guía a los difuntos desde el Mictlán hasta el altar familiar.
San Gregorio es uno de los tres últimos bastiones agrícolas de Xochimilco. Aquí conviven la cempasúchil con nochebuenas que esperan diciembre, rosas que viajan a mercados de lujo, alcatraces blancos como huesos, tulipanes que desafían el clima, suculentas que sobreviven sequías y pinos que se disfrazan de Navidad.
En las orillas, lechuga y cilantro crecen en surcos perfectos. “Todo es ciclo”, dice José Alfonso. “La flor muere, pero la semilla queda”.
En su casa, el altar ya está armado. Fotos amarillentas, veladoras, pan de muerto. En el centro, un manojo de cempasúchil que él mismo cortó al amanecer. “Mi madre viene todos los años”, murmura. “El año pasado, una mariposa monarca se posó justo aquí. Era ella”, afirma.
Al atardecer, los productores cargan camionetas con flores envueltas en periódico. Van a los mercados de Xochimilco, a las floristerías de la ciudad, a los altares de casas que nunca han visto una chinampa.
Cada pétalo lleva una historia: La de la semilla que sobrevivió la helada, la del trabajador que se pinchó con una espina, la del niño que aprendió a contar con flores.
Cuando cae la noche, el ejido se queda en silencio. Solo se oye el crujir de las hojas secas y el chapoteo lejano de una trajinera. Entonces, entre los tallos, parece que algo se mueve. No es el viento. Es el aroma. Es el color. Es la promesa de que, por unas horas, los que se fueron regresan a casa.
José Alfonso, comenta que: La cempasúchil, esa flor de veinte pétalos, puente entre dos mundos, sigue brillando.
