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Charlas de taberna | “El ácido lesionó mi rostro, pero no me quitó la música ni la lucha | Por: Marcos H. Valerio

El 9 de septiembre de 2019, en Santo Domingo Tonalá, Oaxaca, María Elena Ríos Ortiz cerró la puerta de su casa y decidió terminar una relación que ya no era amor sino propiedad. Horas después, cuatro hombres la esperaron en una tienda y le vaciaron un galón de ácido sulfúrico en la cara y el pecho.

“Me consideraba de su propiedad”, dice hoy con voz firme mientras acaricia su saxofón tenor, ese compañero que nunca la abandonó y que ahora suena en los pasillos de la Facultad de Música de la UNAM.

Seis años después, su piel sigue contando la historia: cicatrices que suben por el cuello, cruzan el rostro y se esconden bajo la ropa. Diez cirugías reconstructivas, estrés postraumático que la despierta sobresaltada, y un espejo que cada mañana le recuerda que la prueba del delito la lleva encima.

“No son heridas que sanan en quince días, como siguen diciendo algunos médicos y ministerios públicos. Es un borrado de identidad que te acompaña toda la vida”, cuenta mientras sus dedos recorren las llaves del instrumento que aprendió a tocar a los nueve años.

De ese dolor nació la Ley Malena. Gracias a su insistencia, hasta noviembre de 2025, 17 entidades han reformado sus códigos penales para castigar los ataques con ácido y sustancias corrosivas. No todas lo hicieron igual: unas lo metieron como lesiones agravadas, otras como tentativa de feminicidio.

“Falta armonización, falta perspectiva de género, falta reconocer que esto no es un accidente, es violencia machista extrema”, explica Rosalba Cruz, consejera jurídica de la CIGU-UNAM, quien acompaña a Malena en cada foro y audiencia.

Cabe destacar que, en México, entre enero y octubre de 2025, hubo 393 víctimas registradas de agresiones o amenazas con sustancias corrosivas; más de la mitad fueron atacadas por parejas o exparejas. En el mundo, Acid Survivors Trust International estima al menos 10 mil casos al año, aunque la cifra real es mayor porque la vergüenza y el miedo callan.

“Nos queman para que nadie más nos quiera, para sacarnos del mundo sin matarnos del todo”, dice Lucía Núñez, investigadora del CIEG-UNAM, y subraya que la raíz está en la idea de que el cuerpo de las mujeres es propiedad ajena.

Malena ya no se esconde. Toca el saxofón en conciertos, da clases, alza la voz en el Congreso y en las calles. “El ácido me quitó muchas cosas, pero no me quitó la música ni la lucha. Si mi cara quemada sirve para que otra mujer no pase por esto, ya valió la pena”.

Entre notas largas y graves que llenan el auditorio, su historia resuena más fuerte que cualquier cicatriz: de víctima a legisladora de su propio destino, de Oaxaca al país entero, Malena Ríos Ortiz sigue soplando vida donde quisieron apagarla.

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