Charlas de taberna | Devoran cárteles infancia | Por: Marcos H. Valerio
Osvaldo “El Cuate”, llegó a la calle con 11 años. No huyó: lo echaron. Su madre, adicta al crystal, lo golpeaba con el cable de la plancha; su padrastro lo ultrajaba en las madrugadas. Una noche, el niño tomó la mochila del kínder, metió dos tortas frías y se fue. “Mejor el hambre que los golpes”, me contó un amigo suyo que sobrevivió.
En la Central de Abastos dormía bajo los puestos de limón. Robaba pan dulce, inhalaba thinner para no sentir el vacío en la panza. A los 13 ya conocía los puntos de “fayuca”: Una bolsita de piedra por 50 pesos, suficiente para olvidar.
Los grandes lo miraban con lástima; los halcones del CJNG, con cálculo. “Tú eres chiquito, nadie te revisa”, le dijo un lugarteniente. Así empezó: Pasar paquetes en la mochila, vigilar esquinas, contar billetes. Le daban 300 pesos al día y un techo en un cuartucho sin luz. Por primera vez tenía “familia”.
A los 15 le dieron su primera pistola, una Glock 9 mm con cachas de nácar. “Es tu nueva mamá”, bromeó el jefe. Aprendió a desarmarla en 42 segundos, a disparar de rodillas, a no pestañear.
Le tatuaron la cruz en el cuello: “Para que Dios te cuide”. El “666” en la mano fue idea suya: “Ya estoy en el infierno, qué más da”. Lo mandaron a cobrar piso a los limoneros de Apatzingán.
Si alguien se negaba, dejaba una oreja en la puerta. “No siento nada”, presumía. Pero por las noches lloraba despierto; soñaba con su abuela que olía a tortillas recién hechas.
El 1 de noviembre le tocó “trabajo grande”. Le prometieron 50 mil pesos y un pase a Guadalajara. Se mezcló entre las velas de la Plaza Morelos. Vio al alcalde Manzo cargar al niño disfrazado. Apretó el gatillo siete veces.
La misma pistola había matado antes: Dos en una barbería el 16 de octubre, cuatro en el bar La Gran Parada el 23. “El Cuate” corrió 40 metros, pero una bala de la Guardia Nacional lo alcanzó en la pierna. Intentó gatear; otro disparo en la nuca. Cayó boca abajo.
En la morgue, su cuerpo menudo cabe en la gaveta de los NN. Nadie lo reclama. La abuela murió hace dos años; la madre está en el penal de Tepic. Los tatuajes son lo único que habla: La cruz torcida, el “666” borroso.
El forense calcula que tenía 17 años, pero sus ojos parecían de 70. En el bolsillo llevaba una foto arrugada: él a los 6, sonriendo con un globo de Mickey Mouse. La infancia que le robaron cabe en un sobre de evidencias.
Mientras tanto, en la Miguel Hidalgo de Apatzingán, otro niño de 10 años ya no va a la escuela. Lo vieron ayer contando billetes en la esquina. Lleva una mochila del kínder. Adentro, en vez de cuadernos, una pistola más grande que su brazo. El ciclo no se rompe; se recarga.
