Charlas de taberna | Alma creativa de México en ofrenda | Por: Marcos H. Valerio
En un país donde la muerte no se llora en silencio, sino que se invita a la mesa con risas y aromas ancestrales, los altares de Día de Muertos se erigen como puentes entre mundos. De norte a sur, de costa a sierra, México despliega su diversidad en ofrendas que fusionan costumbres indígenas, influencias coloniales y toques contemporáneos.
Son lienzos vivos de creatividad, tapetes de aserrín donde cada región pinta con sus colores locales: flores silvestres en el desierto, tamales humeantes en la costa y dulces caprichosos en las ciudades. Pero en Campeche, el sureste maya, estos altares no solo honran a los difuntos; los visten de sabores y rituales que susurran secretos prehispánicos, transformando el luto en un banquete eterno.
La tradición, declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO en 2008, trasciende lo macabro para celebrar la vida cíclica. En todo el territorio nacional, las familias se reúnen desde finales de octubre para armar estos altares –o «ofrendas»–, guiados por el principio de que las almas regresan para compartir con los vivos.
Cabe destacar que, la base es universal: Velas que iluminan el camino, copal que purifica el aire, flores de cempasúchil que guían a los pixanes (ánimas) y agua para saciar su sed eterna, así como el incienso. Pero la magia radica en la adaptación regional, donde la gastronomía y la creatividad local infunden personalidad única.
CAMPECHE DESTACA POR SU GASTRONOMÍA
Lo que distingue a Campeche es su gastronomía ritual, un festín subterráneo que une a vivos y muertos en un abrazo terrenal. El rey indiscutible es el pibipollo (o mukbil pollo), un tamal colosal de masa de maíz, pollo desmenuzado, especias y achiote, envuelto en hojas de plátano y cocido lentamente bajo tierra en un horno de leña –un método prehispánico que infunde al platillo un ahumado místico, simbolizando el retorno de las almas a la Madre Tierra.
Para las ánimas infantiles del 31 de octubre, los altares se endulzan con juguetes, dulces de papaya y sopa de gallina ligera; el 1 de noviembre, para los adultos (Nohoch Pixán), se despliegan tamales colados, atole nuevo, pan de muerto artesanal y jícaras de chocolate espumoso.
En Pomuch, a 70 kilómetros de la capital, el ritual trasciende los altares hogareños: familias limpian los huesos de sus difuntos en el panteón, lavándolos con amor mientras charlan anécdotas, antes de vestirlos con ropas frescas y ofrecerles pibipollo fresco.
Este Festival de las Ánimas, que arranca el 31 de octubre con galerías de arte y bailes folclóricos, culmina en desfiles donde la marimba resuena y la comida típica –como el pan de cazón o el frijol con puerco– se comparte en mesas comunitarias, atrayendo visitantes de todo el país y el extranjero.
Doña María Elena, una artesana de 68 años de Hopelchén, me confiesa mientras arma su altar en un patio empedrado: «Aquí no hay miedo a la muerte; es como una visita familiar. El pibipollo que cocinamos bajo tierra huele a mi abuela, y cuando quema el copal, siento que ella regresa a contarme chismes del más allá».
Su ofrenda, dedicada a su esposo fallecido hace una década, incluye cigarros y una botella de aguardiente –caprichos personales que personalizan el homenaje–, junto a mucbils (tamales mayas) que ella misma hornea en un pib de barro. En Champotón o Calkiní, la creatividad se extiende a altares colectivos en plazas, donde jóvenes incorporan elementos modernos como fotos en sepia de celulares o QR codes que narran historias orales, fusionando lo ancestral con lo digital.
En el Bajío, como en Guanajuato o Michoacán, los altares purépechas son monumentales, escalonados en múltiples niveles que representan el viaje del alma: del inframundo al cielo. Aquí, la creatividad se desborda en tapices de aserrín teñido y calaveras de azúcar con epigramas satíricos, mientras la mesa gime bajo el peso de corundas (tamales triangulares), atole y charales fritos –platillos que evocan las costas del lago de Pátzcuaro, donde las veladas nocturnas en panteones iluminados por miles de velas convierten los cementerios en fiestas luminosas.
Más al centro, en el corazón mexica de la Ciudad de México, la inventiva urbana transforma los altares en instalaciones artísticas: papel picado con motivos políticos o ecológicos, pan de muerto relleno de chocolate y mole poblano, que rinde homenaje a los ancestros con un toque cosmopolita.
Oaxaca, por su parte, eleva la ofrenda a arte efímero: altares de siete niveles simbolizando los pasos del difunto, adornados con mezcal, tamales de mole negro y nieves de garrafa, donde las comparsas de chinas poblanas maquilladas de catrinas recorren calles empedradas, fusionando devoción y carnaval.
En el sureste, y especialmente en Campeche, donde el Día de Muertos adquiere su matiz más maya y sensorial, conocido como Hanal Pixán –»comida de las almas» en lengua yucateca–. Desde el 27 de octubre, las comunidades comienzan los preparativos, extendiendo la celebración más allá de los dos días oficiales.
En la capital campechana, la Calle 59 se convierte en un corredor de altares improvisados: más de seis cuadras adornadas con cruces verdes de ceiba (el árbol sagrado maya que conecta mundos), cadenas de papel china y flores xpujuc locales, compitiendo en concursos como el Noveno Concurso de Altares y Catrinas, que reparte premios de hasta 30 mil pesos.
La creatividad campechana brilla en detalles como calaveritas talladas en coco o catrinas vestidas con huipiles bordados, reflejando la herencia caribeña y colonial de esta ciudad amurallada.
En un México fragmentado por distancias y ritmos urbanos, estos altares –especialmente los campechanos– recuerdan que la muerte es un ciclo compartido. Mientras el mundo acelera hacia lo efímero, Campeche nos invita a pausar, a cavar un horno en la tierra y esperar que el vapor del pibipollo traiga de vuelta no solo almas, sino memorias vivas.
En Hanal Pixán, la ofrenda no es solo para los muertos; es un espejo donde los vivos nos vemos eternos, sazonados con el picante de la vida. Este 2025, con su aroma a copal flotando en el aire salino del Golfo, Campeche reafirma: en México, honrar a los que parten es la forma más creativa de perdurar.
