Charlas de taberna | Juegan a ser terroristas en Gaza | Por: Marcos H. Valerio
Bajo el sol abrasador de la Franja de Gaza, un grupo de adolescentes se alinea en un polvoriento patio. No están jugando al fútbol ni corriendo libres como cabría esperar en un campamento de verano. En cambio, sostienen rifles de madera, escuchan atentos a un instructor que les habla de resistencia y martirio.
En sus rostros, una mezcla de curiosidad y fervor. Aquí, en los campamentos patrocinados por Hamás y la Yihad Islámica, la infancia se desvanece entre cánticos que glorifican la lucha contra Israel.
Caminar por las calles de Gaza o los territorios de la Autoridad Palestina es adentrarse en un mundo donde el odio se respira desde la cuna. Los niños crecen rodeados de carteles que ensalzan a los shahids, mártires que ofrendaron sus vidas por la causa palestina.
En las escuelas, los libros de texto narran una historia de opresión que señala a Israel como el enemigo absoluto. En la televisión, caricaturas y programas infantiles refuerzan el mensaje, mientras las redes sociales bombardean con videos que celebran la violencia.
«Es un cerco ideológico», me explica un analista de seguridad que prefiere el anonimato, «los niños no tienen escapatoria».
Cada verano, cuando las aulas se vacían, los campamentos de Hamás y la Yihad Islámica abren sus puertas. Los nombres de estos programas —a menudo inspirados en enfrentamientos recientes en Cisjordania, como una operación militar o un atentado— son un recordatorio constante de la guerra.
En ellos, los menores no solo aprenden a marchar o a disparar armas simuladas; se les enseña a odiar, a ver en Israel la raíz de todos sus males. Pero estos campamentos tienen un propósito aún más oscuro: son un filtro para identificar a los más fervientes, a los que algún día podrían engrosar las filas de las alas militares de estas organizaciones.
Continúa narrando: Recorro un mercado en Gaza y observo a una niña, no mayor de diez años, vendiendo pulseras con colores de la bandera palestina. Su madre, una mujer de mirada cansada, me cuenta que su hija asiste a uno de estos campamentos.
«Allí le enseñan a ser fuerte, a no olvidar», dice, sin un atisbo de duda. Pero en su voz hay algo más, una resignación que delata el peso de vivir en un lugar donde la esperanza es un lujo. Las mujeres, aunque menos visibles en este entramado, no están al margen.
Cada vez más, ellas también son blanco del adoctrinamiento. En los últimos años, Hamás ha intensificado su esfuerzo por incluirlas, ya sea como difusoras de la propaganda o, en casos extremos, como ejecutoras de actos violentos.
En un taller improvisado, un grupo de mujeres jóvenes cose banderas mientras escucha un discurso grabado que exalta la resistencia. Una de ellas, apenas una adolescente, me mira con recelo cuando pregunto por su futuro.
«Quiero ser como ellos», dice, señalando un mural con el rostro de un mártir. El impacto de esta maquinaria es devastador. En un café de Ramala, un maestro jubilado me confiesa su preocupación:
«Estamos criando generaciones que no conocen otra cosa que el odio». Los expertos coinciden. Sin una intervención que rompa este ciclo —con educación neutral, oportunidades económicas y un alto a la propaganda—, el extremismo seguirá encontrando terreno fértil en los corazones de los más jóvenes. Pero en Gaza, donde la pobreza y el conflicto son el pan de cada día, esa solución parece un sueño lejano.
Mientras el sol se pone tras los edificios derruidos, los ecos de un campamento cercano resuenan con cánticos de resistencia. En esas voces infantiles, el futuro de la región se tambalea, atrapado entre la inocencia perdida y un odio que se siembra demasiado temprano.