Cultura

La razón, un adelanto de la novela de Pascal Quignard

Ciudad de México, 10 de agosto de 2025.- Latrón fue el único pensador que la antigua Roma produjo. Mientras que Lucrecio o Séneca debían todo a Grecia, Latrón refutó el pensamiento de los griegos. Decía: “La reflexión racional es quizá lo más sentimental que hemos hecho”. Decía: “No conozco remedio para la sabiduría”. De él es, en fin, la fórmula: “Nadie es bueno voluntariamente”.

Marco Porcio Latrón nació en Córdoba en el año 696 de Roma (57 a.c.). De niño perdió la memoria durante seis días. Compuso argumentos y discursos que no se han conservado. La coz de una novilla casi lo mató, por lo que a los cuarenta años se volvió un extraño. Abogaba por velar el rostro de las mujeres. Le gustaba cazar con estaca más que cualquier otra cosa.

Cuatro españoles se habían jurado amistad: Clodius Turrinus padre, Anneo Séneca, Junio Galión y Porcio Latrón. Sólo los tres últimos hicieron el viaje a Roma. Sólo los dos últimos pasaron ahí lo esencial de su vida. Sólo el último deseó no volver a ver nunca la roja tierra de España.

Marco Porcio Latrón nació en la ciudad de Córdoba en el año 696 de Roma (57 a.c.), en el seno de una familia de rango ecuestre. Al final de su vida, en algunas ocasiones, afirmaba haber amado cuatro cosas; en otras, sólo tres: la voz, el coito, el bosque. A veces agregaba los libros, pero decía que sólo le gustaban unos cuantos. Compuso noventa y seis controversias. Séneca padre afirma que habría redactado ciento diez. En la novela, apreciaba la energía. Deseaba que la voz se hiciera escuchar, que la acción transcurriera a gran velocidad, que el autor llegara al punto en que deja de dirigir. Séneca escribió: “Su voz era robusta y sorda, velada por las vigilias y la falta de cuidado. Pero poco a poco se elevaba gracias a la potencia de sus pulmones y, por poca fuerza que pareciera  tener cuando comenzaba a hablar, se fortalecía por su propio uso. Nunca se preocupó de ejercitar su voz. No podía perder los rudos y agrestes hábitos de España. Vivía a merced de lo que se presentaba. No hacía nada por su voz, no la conducía por grados de la nota más grave a la más aguda y, a la inversa, no la forzaba a descender del tono más agudo por intervalos iguales. No se secaba el sudor.

No intentaba reanimar su aliento caminando”. Cuando estaba en la flor de la vida, perdió poco a poco la visión de su ojo derecho a consecuencia de las frecuentes vigilias. Decía que la vela, cerca de la estantería, y el reflejo de la llama en la cera (de la que estaba recubierta la estantería), le habían quemado el ojo. Odiaba el cabello ondulado. Escribía a toda velocidad y decía de cada uno de sus libros que había sido un ciervo o un lince el que había saltado de un matorral a su alma. Tenía una memoria que todos los oradores y los declamadores de la Roma de entonces le envidiaban. De niño, sin embargo, había perdido todo recuerdo. Esta pérdida de la
memoria había coincidido en el tiempo con la peligrosa decisión tomada por César al abandonar las puertas de Rávena frente a un pequeño arroyo llamado Rubicón, que significa “enrojecer” en latín.

Con información de: El Universal

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