Colaboraciones

Paso a desnivel | Por: David Cárdenas Rosas | Lunes 6 de agosto de 1945. Hiroshima.

Era un lunes como cualquier otro. Las mujeres preparaban el desayuno, los trabajadores se alistaban para una jornada más. Nadie imaginaba que a las 8:15 de la mañana, Hiroshima sucumbiría por un ataque letal

A las 7:09 del lunes 6 de agosto de 1945, sonó una alarma aérea; como sucedía casi a diario. En lo alto, el bombardero Enola Gay volaba con una carga devastadora: la primera bomba atómica de la historia, “Little Boy”.

Los tripulantes; coronel Paul Tibbets; Thomas W. Ferebee, experto en bombardeos, el capitán Theodore J. van Kink, copiloto, y el capitán Robert Lewis, oficial de tripulación, sabían que no era un vuelo ordinario. El coronel Tibbets les confirmó que transportaban un arma jamás usada. La tensión crecía. La orden llegó: “Aconsejo bombardear objetivo principal. Es Hiroshima”.

Se abrieron las compuertas. El avión se estremeció al soltar su carga mortal y viró de inmediato. Segundos después, la ciudad se convirtió en un destello violento. En tierra, aquellos que oyeron la alarma no tuvieron tiempo de escapar. Hiroshima desapareció entre fuego, humo, llanto, y muerte. La lluvia negra que siguió fue símbolo del desastre que el mundo no olvidaría jamás.

El capitán Robert Lewis, testigo desde el aire, apenas pudo pronunciar: “Dios mío, ¿qué hemos hecho…?”. Y sin embargo, Estados Unidos nunca expresó verdadero arrepentimiento. Aquella arma no solo mató miles de vidas, sino que marcó a la humanidad con una cicatriz imborrable.

Los líderes japoneses censuraron la información: anunciaron un simple “bombardeo convencional”. Pero la verdad era más profunda, más terrible.

A ochenta años de aquel lunes trágico, la memoria de Hiroshima debe recordarnos la urgencia de ser pacifistas. La guerra siempre cobra su precio más alto en la vida de los inocentes. La bomba no solo destruyó edificios y calles, destruyó futuros, infancias, y familias.

Hoy, más que nunca, en un mundo armado hasta los dientes, debemos comprender que la paz no es debilidad, sino el acto más valiente de todos. Ser pacifistas no significa rendirse; significa negarse a repetir los horrores que la historia ya nos ha mostrado.

Hiroshima no debe verse solo como una tragedia del pasado, sino como una advertencia permanente. La humanidad no puede sobrevivir a otra muestra de fuerza como aquella. Solo el compromiso firme con la paz evitará que volvamos a ver un cielo teñido por el mismo fulgor mortal.

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