Charlas de taberna | Pequeño guerrero que soñó con sanar | Por: Marcos H. Valerio
En las calles empedradas de Escárcega, un pueblo enclavado en el corazón de Campeche, la Navidad llegó envuelta en un silencio doloroso. Las luces parpadeantes y los villancicos lejanos se asemejaron a un eco distante para la familia Ramírez Cruz, cuya vida se quebró en un instante de infortunio doméstico y se desmoronó por completo en las aguas frías de la bahía de Galveston, Texas.
Federico Efraín Ramírez Cruz, un niño de apenas dos años, se convirtió en el símbolo involuntario de una doble tragedia: La de un accidente casero que le robó la inocencia y la de un vuelo humanitario que le arrebató la vida.
«Fede» como lo llamaban cariñosamente sus vecinos, era un torbellino de alegría en el Parque Central de Escárcega. Hijo de Eduardo de la Cruz y Julia Aracelis Cruz Vera, una pareja de comerciantes modestos que venden sus productos en las plazas locales, el pequeño era conocido por su inteligencia precoz y su energía inagotable.
«Corría por todos lados, siempre sonriendo, jugando con lo que encontrara», recuerda una vecina en las redes sociales, donde las fotos de Fede con su carita redonda y ojos curiosos se han multiplicado como un tributo silencioso.
Todo cambió el viernes 19 de diciembre de 2025. Mientras jugaba en la cocina de su casa, una olla con agua hirviendo se derramó accidentalmente sobre él, causándole quemaduras graves en cerca del 40 por ciento de su pequeño cuerpo. El dolor fue inmediato e inimaginable para un niño tan tierno.
Rápidamente, fue trasladado al Hospital General de Campeche y luego al Dr. Agustín O’Horán en Mérida, Yucatán, donde los médicos lucharon por estabilizarlo y prevenir infecciones.
«Estábamos esperanzados», diría después su padre, Eduardo. La familia, apoyada por la Fundación Michou y Mau –una organización dedicada a ayudar a niños quemados–, vio una luz al final del túnel: Un traslado aéreo al Shriners Children’s Hospital en Galveston, Texas, un centro especializado en tratamientos pediátricos para quemaduras que ha salvado vidas como la de la pequeña Jazlyn Azulet en casos similares.
El vuelo, organizado por la Secretaría de Marina de México como una misión humanitaria, partió el 23 de diciembre. A bordo del Beech King Air iban no solo Federico, sedado y conectado a equipos médicos, sino también su madre Julia, quien lo acompañaba con el corazón en vilo; el doctor Juan Alfonso Adame González, un joven especialista de 33 años originario de Jalisco, apasionado por la medicina y conocido por su calidez humana
Así como la enfermera Miriam de Jesús Rosas Mancilla; y el personal naval: los tenientes de fragata Víctor Rafael Pérez Hernández y Juan Iván Zaragoza Flores (pilotos), el marinero Guadalupe Flores Barranco y el teniente Luis Enrique Castillo Terrones. Era un equipo unido por un propósito noble: Salvar la vida de un niño.
Pero el destino intervino con crueldad. Cerca de su llegada a Galveston, la aeronave se desplomó en la bahía, posiblemente influida por la densa neblina que cubría la zona esa tarde.
Las autoridades estadounidenses y mexicanas iniciaron de inmediato una investigación federal, pero los detalles preliminares hablan de un impacto devastador.
Cinco vidas se perdieron en el acto: Federico, el doctor Adame, los tenientes Pérez y Zaragoza, y el marinero Flores. Castillo Terrones fue reportado como desaparecido inicialmente, pero su cuerpo fue localizado sin vida horas después, elevando la cifra a seis fallecidos.
Solo dos sobrevivientes: Julia, la madre de Federico, quien permanece hospitalizada en condición delicada, luchando por su propia recuperación física y emocional; y la enfermera Rosas Mancilla, también bajo cuidados intensivos.
Desde Escárcega, Eduardo de la Cruz vive un calvario que ningún padre debería enfrentar. «Mi hijo se fue, y mi esposa está grave allá, sola», expresó con voz entrecortada en un llamado público a la comunidad.
Incomunicado al principio por la distancia y el shock, Eduardo ha recibido una visa humanitaria de las autoridades estadounidenses para viajar a Texas, reunirse con Julia y repatriar los restos de su hijo.
Pero los recursos escasean: Los boletos, el hospedaje, los trámites funerarios representan una carga abrumadora para esta familia humilde.
«Cualquier ayuda es bienvenida», suplicó, mientras el municipio de Escárcega se moviliza con centros de acopio en plazas y mercados, donde vecinos depositan donativos con lágrimas en los ojos.
«Fede era como un hijo para todos nosotros», dice una comerciante local. «Su partida nos deja un vacío que no se llena con palabras».
Esta tragedia no es solo un accidente aéreo; es el recordatorio doloroso de la fragilidad de la vida, especialmente en comunidades marginadas donde un percance doméstico puede escalar a una cadena de eventos fatales.
La Fundación Michou y Mau, que ha facilitado traslados similares con éxito en el pasado, expresó su profundo pesar y reiteró su compromiso con los niños quemados.
Mientras tanto, en Jalisco, los colegas del doctor Adame lo recuerdan como un «héroe con bata blanca», amante de la música y los deportes, cuya dedicación lo llevó a emprender ese vuelo fatal.
Escárcega llora por Federico, el pequeño que soñó con sanar pero encontró alas en el cielo.
