Charlas de taberna | Una fotografía, trozo de historia congelado: Pedro Valtierra | Marcos H. Valerio
“En el periodismo, como en la vida, la disciplina es la columna vertebral. Lo aprendí hace más de cinco décadas, en un México más crudo, donde las reglas del oficio se grababan en el alma a fuerza de madrugones, paciencia y una terquedad que rayaba en lo obsesivo”, afirma el fotoperiodista Pedro Valtierra quien tiene más de 53 años en la profesión.
Recuerda que, en la década de los setenta, era un joven fotógrafo de El Sol de México, con el hambre de capturar el mundo en cada disparo. “Me asignaron cubrir un secuestro en Polanco”, un barrio de contrastes donde la opulencia chocaba con el drama humano.
Afirma que, no era un encargo cualquiera: un hombre estaba atrapado, la ciudad contenía el aliento, y la orden fue tajante: “Estarás en la puerta a las siete en punto”. No a las siete y cinco, no a las siete y media. A las siete, como si el tiempo mismo dependiera de mi puntualidad.
“Llegué antes del alba, con el frío de la Ciudad de México calándome los huesos. Al cuello llevaba mis dos cámaras, como extensiones de mi cuerpo: una cargada con película en color, otra con blanco y negro. La de color, con sus transparencias, era un arma de doble filo; un error en el enfoque, una mínima duda, y la imagen se perdía para siempre. Me planté en las escaleras de la casa, como un centinela, con el corazón latiendo fuerte, no por miedo, sino por la certeza de que algo importante estaba por pasar. A mi alrededor, otros periodistas deambulaban, despreocupados. Algunos fumaban, otros charlaban, reían, como si el tiempo fuera un lujo. Yo no. Yo sabía que en este oficio no basta con estar: hay que estar listo, con los sentidos afilados, porque la vida no avisa cuándo va a estallar”.
Eran las siete con cinco minutos cuando el mundo se detuvo. Una figura emergió de la nada, corriendo hacia la entrada. El aire se volvió denso, el ruido de la calle se apagó.
“¿Era el secuestrado? ¿Un familiar? ¿Un intruso? No había tiempo para preguntas. Mi instinto, ese compañero fiel que se forja en años de calle, tomó el mando. Levanté la cámara de color, ajusté el enfoque en una fracción de segundo y disparé. El obturador cantó su clic seco, y el hombre cruzó el umbral como un relámpago. Entró a la casa. Era él, el secuestrado. Nadie más lo capturó. Nadie más estaba listo”.
“Ese instante, esa foto, fue mía. No por suerte, sino por disciplina. Porque estuve donde tenía que estar, cuando tenía que estar. Porque aprendí que el periodismo no perdona a los distraídos. La imagen que tomé ese día no solo fue una primicia; fue un trozo de historia congelado, un testimonio de la tensión, el miedo y la liberación que palpitaban en Polanco. Sentí una mezcla de orgullo y alivio, pero también una punzada de soledad: nadie más entendió la magnitud de ese segundo. Mientras los demás corrían a reaccionar, yo ya había atrapado el momento”.
“Esa mañana en Polanco no solo me dio una foto; me marcó para siempre. Me enseñó que un segundo puede ser eterno si sabes cómo atraparlo, si tienes la disciplina de estar listo, siempre, para el disparo que cuenta”, afirma.