Pueblos Originarios

OTOMÍES DEL NORTE DEL ESTADO DE MÉXICO Y SUR DE QUERÉTARO

 

Por medio de límites estatales y municipales, los procesos de formación del estado mexicano han separado físicamente a las comunidades otomíes del norte del Estado de México y del sur de Querétaro. A simple vista parecería que las poblaciones indígenas de estas áreas se encuentran desconectadas entre sí. Sin embargo, un mismo origen, una historia compartida y un continuo intercambio comercial y ritual que ignoró límites estatales las han mantenido unidas a través del tiempo, formando lo que consideramos una región étnica otomí.

UNA REGIÓN OTOMÍ: NORTE DEL ESTADO DE MÉXICO Y SUR DE QUERÉTARO

La región otomí que aquí se presenta está integrada por localidades otomíes ubicadas en cinco municipios: Acambay, Aculco, Morelos, Chapa de Mota y Amealco.

Los cuatro primeros se hallan al noroeste del Estado de México y el último, al sur del estado de Querétaro. En esta región, el paisaje está conformado por montañas de gran altura y valles intermontanos en los que se encuentran numerosos espejos de agua.

A las zonas que se ubican en el Estado de México las atraviesan la Sierra de San Andrés Timilpan, Monte Alto y, al sureste, la Sierra de Las Cruces. En el noreste de esta región se localizan las comunidades otomíes del sur de Querétaro, asentadas en las inmediaciones de los ríos Lerma y San Juan, esto es, en el parteaguas continental del centro de México, sobre la vertiente norte del eje neovolcánico, donde colindan los estados de México, Michoacán y Querétaro.

El cerro de Ixtapa, los afluentes del río Lerma y una franja de comunidades mestizas del municipio de Temascalcingo señalan el límite noreste de esta región; al sureste se observan las siluetas montañosas de la Sierra de Las Cruces en Jilotepec y un poco más al sur, el paso de San Miguel Chapa de Mota, donde comienzan comunidades mestizas y mazahuas.

Esta zona ha sufrido un continuo deterioro ecológico, producto de la tala inmoderada de los bosques y del uso extensivo de las tierras agrícolas. Hoy en día, la mayor parte mantienen una producción agrícola de temporal con una productividad baja. Sólo espacios como Santiago Mexquititlán y San Miguel Tlaxcaltepec, que cuentan con riego de presas, retienen el agua de los afluentes del Lerma en el estado de Querétaro, lo que hace posible que algunas comunidades tengan tierras agrícolas con producción media.

En las zonas montañosas se mantienen pequeñas áreas boscosas como testigos de la vegetación que mucho tiempo atrás caracterizaba estos territorios. De acuerdo con los datos censales de 2000, en esta región se halla una población indígena que asciende a 61 852 habitantes, distribuidos en 65 localidades.

Por la concentración de hablantes de otomí, destacan las comunidades de Santiago Mexquititlán, San Miguel Tlaxcaltepec y San Ildefonso (estado de Querétaro), Dongú del municipio de Acambay, San Francisco Xhasní, del municipio de Aculco, y Dongú del municipio de Chapa de Mota (Estado de México).

En general, las personas de edad avanzada y los niños que asisten a la educación bilingüe son quienes hablan, entienden y utilizan el hñäñho. Hay un grupo de personas que pertenecen a una generación de entre treinta y cuarenta años que lo entiende pero no lo habla. Por último, el grupo más extenso es el de doce a treinta años: ellos ya no conocen el idioma. Los integrantes de este último grupo cuentan en su mayoría con educación primaria no bilingüe. Otro elemento importante que propició que muchos habitantes de la zona dejaran de hablar la lengua fue la migración de la población indígena a las ciudades, pues los obligó a hablar español con el fin de vender sus productos y lograr comunicarse con la población mestiza que los empleaba. Por ello, algunos padres de familia prefirieron que sus hijos hablaran únicamente el español, ya que así no serían relegados o tratados como “indios”.

Los estudios lingüísticos han mostrado que las lenguas suelen presentar diversas variantes, aun entre poblaciones cercanas entre sí. De acuerdo con estos estudios, dicha situación se da en esta región otomí, donde se pueden identificar, por lo menos, tres variantes del hñäñho: el de San Ildefonso Tultepec, el de Santiago Mexquititlán y el de las comunidades del sureste de esta región. En su estudio clásico La familia otomí- pame, Jacques Soustelle sostiene que, a partir del estudio de la lengua y la cultura material, la familia lingüística otomí- pame se halla territorialmente dividida: un bloque central ocupado por otomíes y mazahuas, un bloque septentrional que lo bordea y es más pobre, ocupado por pames y chichimecas, y un meridional caracterizado por una civilización compleja de matlatzincas con una fuerte influencia nahua y tarasca.

Soustelle también distinguió tres zonas geográficas más: la oriental, la central y la occidental, todas divididas por una serie de cadenas montañosas que tienen como centro la región de Jilotepec. “Si se considera la extensión territorial de estas dos zonas, uno se da cuenta de que están unidas una a otra por una especie de bisagra, que es la región de Jilotepec. Esta región es, en efecto, la única por donde se puede pasar del Estado de México al de Hidalgo, de la zona occidental a la zona central y occidental sin dejar un solo instante pueblos otomíes…”

El siglo XX fue un tiempo de amenaza para las lenguas y la cultura indígenas en todo el país, debido a las políticas nacionalistas del Estado mexicano, que suponían la integración de los grupos étnicos a una sola “realidad” nacional. En la actualidad, la región que nos ocupa es ciertamente mucho más delgada —en cuanto al uso de una identidad cultural otomí— si la comparamos con la que vio y estudió Soustelle. A pesar de todos estos obstáculos, y de que el trabajo de este lingüista fue realizado en la década de los treinta del siglo XX, hoy, a casi ochenta años de distancia, los otomíes habitan en estas mismas zonas y están distribuidos de una manera similar.

MUCHAS HISTORIAS Y UN DEVENIR: CONFIGURACIÓN HISTÓRICA DE LA REGIÓN

Desde las colonizaciones agrícolas precoloniales, las congregaciones de indios, los sistemas productivos instaurados en la Colonia e incluso el nacimiento de la República, la población otomí de la región ha compartido una trayectoria histórica que la mantuvo como mano de obra cautiva, por parte de los diferentes grupos de poder a lo largo del tiempo. A su vez, el ocaso de la zona como lugar de paso y colonización hacia el norte del territorio, a partir del siglo XVIII; los rancheros y hacendados mestizos petrificados localmente; las estrategias otomíes de negociación con el Estado, y la misma discriminación racial y cultural han sido abono para la actual diferenciación de esta región otomí.

La historia ubica, pues, las huellas del pasado y las vincula con el presente. A los pueblos otomíes de esta región los une una historia común determinada por múltiples procesos colonizadores. La región se desarrolló, en tiempos precolombinos, como un espacio fronterizo entre los imperios mexica y tarasco y los pueblos habitantes de Chichimecapan.

Para cuando los españoles empezaron la colonización en el área, ya había una población otomí importante, con la cual se apoyaron para realizar avanzadas colonizadoras que dieron origen a muchos otros pueblos otomíes de esta región —sobre todo hacia el norte y el noreste— en los actuales estados de Querétaro, Guanajuato e Hidalgo. Hasta la dé- cada de 1570, esta vasta región estuvo bajo la jurisdicción de la Provincia de Xilotepec, que en ese tiempo fue la más grande y rica de la naciente Nueva España, orientada a la producción agrícola, ganadera y maderera.

En ese mismo siglo, el territorio adquirió importancia con la apertura del camino a las minas de Guanajuato y Zacatecas, y con él empezaron a llegar más hacendados y ganaderos (españoles y criollos), quienes, mediante las estancias agropecuarias, comenzaron a acaparar porciones de las mejores tierras otomíes, y las hicieron propiedades privadas.

Luego, a finales del siglo XVII, las transformaron en los ranchos y haciendas que dominaron la economía de esta región, y sometieron a la población otomí que las circundaba. Con un desarrollo semejante en toda la región, acabaron por despojar a las comunidades otomíes, y por emplear a sus moradores en lo que ahora son campos privados.

Esta situación colocó a las poblaciones indígenas en una creciente desventaja económica, pues los otomíes fueron replegados a espacios reducidos de tierras de propiedad privada y de muy baja calidad. Para mediados del siglo XVIII, la población de la región quedó dividida en cuatro grupos: españoles y criollos (asentados principalmente en las haciendas y cabeceras municipales), indígenas (en congregaciones y pueblos en las zonas rurales) y mestizos rurales y urbanos (que iban en aumento). Estas formas de propiedad marcaron el dominio económico de la población terrateniente sobre la indígena.

Casi todas las antiguas congregaciones indígenas quedaron asociadas a las haciendas asentadas en cada distrito. Con el afán de hacer resurgir el esplendor económico que se había deteriorado tras los levantamientos insurgentes y a causa del debilitamiento de la minería y los obrajes, los hacendados, en busca de una mayor producción agrícola, intensificaron el acaparamiento de tierras y de recursos naturales, principalmente hidrológicos, lo que afectó aún más a los pueblos indígenas del área.

Así, para los siglos XVIII y XIX, la presencia de los latifundios había determinado la distribución y la concentración de las poblaciones actuales. Hoy en día, la mayoría de las comunidades otomíes ya no recuerdan hasta dónde llegaban sus territorios. Santiago Mexquititlán es una de las más grandes y pobladas comunidades indígenas del sur del estado de Querétaro y, a la vez, una de las pocas que aún conservan títulos virreinales en los que se señala lo que fueron sus terrenos.

Con la Revolución y la posterior reforma agraria desaparecieron las haciendas como centros rectores de la vida económica y, en consecuencia, los pueblos otomíes recuperaron parte de sus territorios. Si bien este reparto les otorgó la posesión de la tierra, no eliminó la desventaja y la discriminación que sufrían. Los exhacendados continuaron con el control de las cabeceras municipales, donde se llevaban a cabo el comercio de productos locales y el abastecimiento de alimentos, herramientas y bienes de otras regiones.

A causa de la reorganización territorial de la nación mexicana se definieron los límites territoriales estatales; una parte de las comunidades de esta región étnica otomí permaneció en el Estado de México, y la menor parte, en el estado de Querétaro, lo que repercutió irreversiblemente en muchas de las relaciones intercomunitarias. A pesar de esta división territorial obligada, lograron sobrevivir sistemas de convivencia y reciprocidad, además de las relaciones de parentesco y alianzas matrimoniales, que mantienen vigentes las viejas relaciones que existen entre muchas de las comunidades.

Pero sobre todo, lo que ha unido en el tiempo y en todos estos procesos a las comunidades otomíes es el recuerdo colectivo de un mismo origen, un mismo camino y una serie de condiciones económicas, políticas y sociales compartidas. Para los otomíes actuales, la historia puede no tener datos y fechas precisos; no obstante, la discriminación y la lucha por la reproducción cultural son elementos que los aglutinan en torno a una identidad étnica contemporánea.

LA CASA Y EL PUEBLO: ORGANIZACIÓN FAMILIAR Y COMUNITARIA

Las comunidades otomíes se integran en conjuntos de asentamientos semidispersos, es decir, no integrados en retículas urbanas, por lo que a simple vista parece que son una serie de caseríos independientes. Las comunidades están conformadas por localidades que se reconocen como pertenecientes a un mismo centro rector y a un mismo origen histórico y mítico. Por ello, una misma comunidad otomí en esta región llega a integrarse hasta en más de diez localidades semidispersas. Esta unión territorial se expresa generalmente de forma ritual, como en las fiestas patronales en que se suman numerosas imágenes de santos y familiares, se recorren en procesión los caminos que unen distintos asentamientos y se reconocen fronteras comunes. La organización territorial y social podemos entenderla en cuatro niveles que se interrelacionan: la casa, el territorio del grupo parental, el barrio y la comunidad.

La casa comprende el espacio físico donde se desarrolla la vida otomí. La vivienda tradicional es de una sola planta y está construida de adobe, con techo de vigas de pino o cerezo y tejas. En su interior hay dos o tres cuartos; uno de ellos es más amplio que los otros, sirve de dormitorio y en él se halla, por lo regular frente a la puerta, un altar con veladoras e imágenes religiosas. Dicho altar puede estar también fuera de la vivienda, a la intemperie, donde tiene una pequeña construcción, conocida como capilla. En los demás cuartos de la casa se ubican las habitaciones y se almacena ropa, herramientas y comida.

En el exterior de la vivienda está la cocina, una estructura hecha de piedra y barro, con vigas y postes de madera y techo de láminas de cartón o asbesto. En esta construcción está el fogón hecho de mampostería, y el tlecuil o fogón, formado por tres piedras que sostienen el comal encalado de barro o hierro, donde las mujeres, especialmente niñas y ancianas, pasan la mayor parte del día. Asimismo, las instalaciones sanitarias están separadas; constan de una letrina y un cuarto para bañarse. Frente a la casa se extiende, por lo general, un patio de tierra donde se reciben visitas y se realizan trabajos cotidianos diversos.

El solar es el terreno donde se asientan la casa y las demás construcciones. Dicho solar también alberga corrales para borregos, porquerizas y gallineros, además de pequeñas milpas y cultivos de hortaliza, como cilantro, chile, jitomate, zanahoria, lechuga, cebolla y perejil.

Si bien las viviendas de adobe aún existen en la comunidad, también es cierto que muchas de ellas han sido derribadas o simplemente abandonadas por sus habitantes, quienes han construido nuevas casas de ladrillo y monobloque al estilo urbano. Esto se debe principalmente a la ya mencionada migración temporal urbana que se ha dado a lo largo de las dos últimas generaciones. En las localidades otomíes, el estilo de construcción suburbano es una forma de obtener prestigio, pues se considera no sólo que estéticamente es mejor, sino que, como los materiales son más caros y difíciles de transportar, supone un ingreso superior al que se obtiene de manera local.

A pesar de toda esta distensión arquitectónica (usos de las construcciones en el espacio del solar), se mantiene una misma lógica de uso del espacio; en muchos casos se conserva la cocina en el exterior, aunque haya una cocina dentro, se conservan los corrales, el sincolote (granero elevado de maíz) y también los sembradíos de hortaliza. Pero lo más importante es que se mantienen las reglas de residencia entre los grupos domésticos emparentados patrilinealmente.

Junto con las delimitaciones físicas y sociales están las simbólicas que ambas entrañan. El centro simbólico de la casa es doble, ya que está compuesto paralelamente por el altar y el fogón. El primero se destaca como el lugar sagrado principal, donde se llevan a cabo velaciones y rezos, y se reciben imágenes religiosas. El fogón, por otra parte, encierra una sacralidad sumergida en la cotidianidad: es en la cocina donde se calienta el cuerpo, se muele el maíz, se prepara la comida y se habla de los deberes diarios; también es ahí donde existe el espacio privilegiado de “el costumbre”, término que designa el conjunto compuesto por los mitos y creencias disociadas de la cosmogonía católica ortodoxa, y donde sobresalen los relatos de nahuales, brujas y apariciones, además de historias de ancestros.

En la casa se ubica el grupo doméstico o ar mengú, que está integrado por los miembros de la familia que habitan en una casa (ngú) y que, con base en el trabajo de todos sus participantes, logran su supervivencia. En este espacio podemos encontrar hasta tres generaciones: abuelos, padres e hijos.

Entre la comunidad y la casa familiar se hallan espacios territoriales intermedios donde se asientan los grupos parentales llamados ar meni, los cuales están conformados por varios grupos domésticos, todos ellos ligados por lazos de parentesco, que reconocen tener un ancestro común y que se presentan como un tipo de linaje.

Estos espacios territoriales suelen tener un nombre toponímico asociado a alguna característica del lugar t’axhöi (tierra blanca), sitejhe (agua caliente), ‘bothe (agua negra), entre muchos otros. En las comunidades otomíes del Estado de México, además, el espacio de la casa tiene un nombre: “denominan casas (ya ngú) como chacó, el pájaro en el palo, o donxi, el bordo”.

Con el tiempo, muchos de estos espacios parentales han crecido y se han convertido en los actuales barrios, tal como se puede apreciar en la comunidad de Dongú en el Estado de México, en San Ildefonso y San Miguel Tlaxcaltepec en Querétaro, por mencionar algunos.

En la actualidad, la mayoría de las comunidades indígenas reconocen a los barrios como el espacio intermedio más común entre la familia y la comunidad. En Dongú y Chapa de Mota, a este espacio intermedio se le denomina “manzana” y puede albergar de tres a cuatro grupos familiares cada una.

Los otomíes reconocen un centro del territorio comunitario al que llaman comunidad ar hnini; en algunos lugares lo llaman también “el pueblo”. Esta área representa el centro simbólico religioso, ritual y de autoridad de la comunidad, pues es donde se encuentra la iglesia principal, dänijä, así como el santo patrono (Dähmu o Nda), que comúnmente le da nombre a la comunidad: Santiago, San Ildefonso, San Miguel, San Francisco, San Felipe. Además, en este espacio es común que se ubiquen las oficinas de la autoridad municipal (delegación o subdelegación), el cementerio, la primera escuela y algunos otros servicios comunitarios. La organización territorial de las comunidades otomíes en esta región coincide incluso con las de otros estados, como lo menciona Galinier (1987) para la Sierra de Puebla.

JERARQUÍA Y SABER: COSMOVISIÓN Y ORGANIZACIÓN CÍVICO-RELIGIOSA

A pesar de las diferentes dinámicas que se presentan en las diversas comunidades de esta región, hay elementos que siguen siendo comunes, como la organización territorial basada en el parentesco, la presencia de capillas familiares como unidades de culto, y la concepción de ancestros fundadores en cada localidad.

Aunadas a estos patrones, se encuentran una serie de creencias expresadas tanto en rituales domésticos como en festividades religiosas comunitarias. No sólo los ancestros forman parte de las representaciones otomíes sobre el mundo, ni de las marcas sobre su territorio. En las comunidades otomíes de la región existe una relación muy estrecha con la naturaleza y el entorno. Son especialmente los cerros y las fuentes de agua, como los pozos y manantiales, los sitios donde, a través del tiempo, los otomíes han tejido un conjunto de mitos y rituales vinculados al origen, la fertilidad, la salud y la muerte.

La cosmovisión desempeña, pues, un papel fundamental en la construcción de la vida social y de la geografía simbólica, ya que a partir de ella se dota de significados al espacio, y se le vuelve un nicho en el cual se manifestarán las entidades divinas y las potencias naturales —pozos, cerros o cuevas— sobre las que se articularán diversos rituales y demarcaciones por parte de los habitantes de cada comunidad. Se cree que de los cerros vinieron los primeros hombres, los antepasados, por lo que en sus cimas se colocan imágenes que los representan.

En algunas comunidades son cruces dedicadas a la advocación de la Santa Cruz; también hay calvarios o nichos en los que, durante las peregrinaciones, se acostumbra celebrar rituales específicos. También se colocan veladoras y anualmente se dedican ceremonias en arroyos y manantiales a la Virgen de Guadalupe en los sitios donde, se cree, ocurrieron numerosas apariciones.

También encontramos los cerros como marcas de límites territoriales y espacios de encuentros comunitarios. Entre múltiples ejemplos están las capillas oratorio de la Virgen de los Ángeles y la de los Remedios, que son las mojoneras por las cuales se han dividido las comunidades otomíes de Dongú y San Felipe Coamango durante más de trescientos años, en el municipio de Chapa de Mota. Por otra parte, en Dongú, la capilla de los Remedios se toma como límite de la comunidad “hacia arriba” en la ladera, rumbo al monte, donde ningún hombre es el dueño en particular, pues comienzan las tierras de bosque comunales a donde todos van por leña, piezas de caza (como conejos) y hierbas medicinales.

En el valle de Jilotepec, los otomíes creen que el monte pertenece al “montero”, “el malo”, una entidad poderosa e incontrolable que armada con un hacha vuela derribando los árboles y atacando al caminante incauto. Las referencias otomíes a este personaje lo identifican también con el diablo, caído del cielo por la espada del arcángel San Gabriel y desmembrado en el proceso, para diseminarse por todos los montes del mundo. Las reglas comunitarias no se observan en el monte. No hay marcas de propiedad ni seguridad. Como única protección contra este personaje, además de la oración, está el humo del cigarro que lo ahuyenta.

Los recursos hídricos son riqueza importante y símbolo de vida para las culturas agrícolas, como la otomí. Se dice que a estas fuentes de agua —como los pozos y principalmente los manantiales— las protegen seres fantásticos, entre los que sobresale una enorme serpiente, que aparece cuando la fuente de agua está en peligro o cuando alguien abusa del recurso. En estas fuentes también surgen apariciones de vírgenes, veneradas como cuidadoras del agua; a estas apariciones se les ofrendan anualmente flores, velas y collares.

La religión predominante en las comunidades indígenas es la católica; por ello, las principales fiestas de las comunidades indígenas suelen ser las de los santos patronos de cada lugar: la fiesta de la Santa Cruz, la Semana Santa, Corpus Christi y el día de la Virgen de Guadalupe, entre las más importantes. La celebración de algunas de estas fiestas se halla ligada profundamente al ciclo agrícola, que si bien ha decaído como la actividad económica más rentable en toda la región, aún se conserva en la mayoría de las localidades como el factor que aglutina y justifica la vida comunitaria y rural. Los tiempos para sembrar, barbechar y cosechar están marcados en el calendario religioso. La siembra del maíz es, pues, una actividad altamente ritualizada y, al estar unida a la tierra, está vinculada a las familias que la poseen y habitan.

Si bien en muchos casos la agricultura ya no es el eje económico, en casi todas las localidades de la región permanece como el eje social y simbólico de reproducción y continuidad culturales.

La vida cotidiana y la ritualidad de las comunidades otomíes se ordenan en torno a esta unión entre el ciclo agrícola —enfocado principalmente a la siembra de maíz de temporal— y el calendario ritual. Como hemos dicho, este ciclo establece las fiestas de cada uno de los santos, las imágenes y los símbolos religiosos que protegen a cada comunidad. Así, encontramos una interrelación entre las festividades de los poblados y los momentos trascendentes del ciclo agrícola regional.

El culto a ciertos santos e imágenes —el Señor Santiago, San Miguel, la Santa Cruz y la Virgen de los Remedios, entre otros— marca momentos y deberes importantes para los agricultores otomíes, tal como podemos observar en el esquema ritual de la comunidad de Santiago Mexquititlán en Querétaro. En las fiestas patronales, las comunidades llevan de visita sus imágenes a los templos de las localidades vecinas.

Esta práctica ritual es común para toda la región. Los santos son trasladados en procesión hasta el templo de la comunidad acompañados de cohetes, músicos que tocan el violín, el tambor y la trompeta, así como de las danzas de los apaches o concheros y las pastoras, que constituyen los grupos más representativos de la zona.

En el valle de Jilotepec se encuentran los moros, grupos de jinetes que ejecutan formaciones y escoltan las imágenes durante las fiestas patronales. Los grupos de danza están conformados generalmente por miembros o socios de muchas comunidades que, a lo largo del año, recorren la región cumpliendo compromisos en las fiestas patronales de los pueblos a los que pertenece cada danzante.

Esta asociación genera redes de obligatoriedad entre sus miembros, pues aquel que falte a una cita para danzar será penado por el mismo grupo no asistiendo a su comunidad cuando se realice la fiesta patronal. Los grupos de apaches o concheros tienen capitanes en cada comunidad y, aunque pueden bailar únicamente en su localidad, prefieren mantener estos circuitos de danza, que alcanzan a cruzar las fronteras estatales y reúnen a los otomíes de ambas entidades.

Estos grupos de danza se mantienen por una combinación entre el gusto por bailar, por el compromiso heredado de sus padres y abuelos danzantes, por devoción a una imagen o por una manda, pero la danza siempre se concibe como una ofrenda para los santos en el día de la fiesta.

LOS OTOMÍES: ECONOMÍA RURAL Y MIGRACIÓN

La segunda mitad del siglo XX se caracterizó por el surgimiento de un país predominantemente urbano e industrial, con una población que se incrementó de manera notable: de 20 millones de habitantes en 1950 a más de 100 millones en 2000. No obstante, la mayor parte de la población rural, incluyendo la indígena, permaneció en condiciones de considerable pobreza y precariedad, obligada a combinar la economía pequeño-campesina con el trabajo asalariado, o con el comercio ambulante y la mendicidad en las zonas urbanas, y migrando cada vez más, por periodos un tanto prolongados, a las grandes ciudades del país, a las zonas de agricultura capitalista del norte de México o a Estados Unidos.

A pesar de las adversidades, de los diversos embates y tendencias tanto internos como externos que han empujado hacia la disolución de muchas comunidades y pueblos indígenas, algunos han podido sobrevivir, reproducirse e incluso crecer, sin perder su identidad, su dinámica sociocultural y sus particularidades lingüísticas y culturales.

Esta dinámica sociocultural se ha apoyado paralelamente en las características físicas de la región, lo cual ha permitido ciertas actividades agrícolas con un amplio rango de diferencias. Así, la zona norte de la región tiene mayores posibilidades gracias a las cualidades de sus suelos y recursos hidrológicos, los cuales han permitido el desarrollo de zonas de riego; por el contrario, en la mayoría de las comunidades, las tierras son de mala calidad.

De acuerdo con los datos de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), la población indígena se encuentra distribuida en localidades fundamentalmente rurales, en zonas clasificadas de alta y muy alta marginación y en zonas de expulsión.

Así, en el sur del estado de Querétaro, en el municipio de Amealco existen treinta localidades indígenas, de las cuales cuatro se clasifican como de muy alto grado de marginación, con 5 179 habitantes, y 26, como de alto grado de marginación, y concentran a 19 560 pobladores. Las familias se desarrollan dentro de una economía de autosubsistencia, guiadas básicamente por las actividades agropecuarias: agricultura de temporal —a excepción de las comunidades que cuentan con riego—, ganadería menor, sobre todo chivos, borregos y animales de corral.

De igual modo, el trabajo artesanal y la extracción de materiales de construcción, como la cantera y el “sillar” en la zona de Amealco, son actividades que complementan su economía; a esto debemos sumar que cada día aumenta el trabajo asalariado: la población se integra principalmente al área de la construcción y el servicio doméstico.

También obtienen recursos a través del comercio informal y la mendicidad en las calles de las ciudades y en los paraderos de autobuses. La mayoría de las familias otomíes realizan sus actividades agrícolas en tierras de tipo ejidal y de pequeña propiedad.

Hoy en día, las tierras comunales son muy pocas; esta tenencia se da principalmente en tierras no aptas para la agricultura, como las zonas de pastoreo, los bosques y los bancos de minerales. En ocasiones, algunas parcelas comunitarias se otorgan a las escuelas o a grupos comunitarios (cooperativas).

Las familias otomíes, para obtener su sustento, organizan las actividades económicas entre todos sus integrantes, se distribuyen durante el año diferentes labores de siembra, artesanales, de comercio y pastoreo, y tienen como centro organizativo las actividades a realizar en un ciclo agrícola de maíz de temporal. El ciclo puede variar en cuanto al inicio y el fin de siembra y cosecha, pero por lo regular se divide en un periodo de seis meses que principia en mayo y finaliza en noviembre. Los otomíes de esta región salen de sus comunidades a trabajar en mayor número durante las épocas de secas y antes de alguna festividad importante, que suele ser la fiesta patronal o el Día de Muertos.

En el norte del Estado de México, la emigración masculina es ya una práctica generalizada entre los varones, e incluso entre las mujeres del valle. Desde los años cincuenta del siglo pasado, en que comenzaron a trazarse las primeras carreteras en la zona, los otomíes han encontrado numerosas oportunidades de trabajo asalariado en los centros urbanos, sobre todo en la industria de la construcción, el comercio informal y el servicio doméstico. Luego, con la creación de la zona industrial Lerma-Toluca, muchos otomíes se integraron a la clase obrera. Las mujeres, durante un tiempo, migraron como empleadas domésticas a los pueblos cercanos y a la zona conurbada del Distrito Federal, Querétaro y Toluca principalmente.

La emigración está disminuyendo gracias, en parte, a mayores posibilidades en la educación escolar, que les permite a sus habitantes quedarse en su comunidad hasta terminar la secundaria o el bachillerato técnico en centros urbanos de menor escala, como Atlacomulco y Jilotepec. Las mujeres, en particular, han mantenido un índice de emigración menor que el de los varones debido a la necesidad de mano de obra en las labores agrícolas locales, además del cuidado de los hijos y el pastoreo.

La ayuda de parientes es fundamental para lograr la reproducción de las familias; en general se cuenta con la colaboración de los abuelos o hermanas menores para el cuidado de los hijos, cuando los padres salen a trabajar a las ciudades. En los trabajos agrícolas, la ayuda mutua entre familiares es la dinámica más frecuente para el cultivo de la tierra.

La emigración ha sido un factor determinante en este sentido, pues los otomíes suelen recurrir a parientes, compadres y vecinos para labores como la siembra y pizca del maíz.

En la región podemos identificar varios centros rectores de la economía otomí. Hacia la zona sur y noreste se encuentran Jilotepec y Atlacomulco; en la zona central, Acambay; y hacia la zona noroeste, la cabecera municipal de Temascalcingo, todos ubicados en el Estado de México.

Cada uno ha sido tradicionalmente un centro de mercado e intercambio de productos de la región. La especialización de las comunidades en la producción o recolección de ciertos productos generó un tráfico comercial y social permanente; entre los más importantes se cuentan las maderas (tanto para construcción como para combustión), el pulque, las flores, hortalizas, hierbas medicinales y los animales de corral.

Los principales sitios de migración en el ámbito nacional son las ciudades de México, Querétaro, San Juan del Río, Guadalajara, Toluca; algunos centros turísticos como Puerto Vallarta, y ciertas ciudades fronterizas del norte de la república.

La emigración hacia Estados Unidos es un fenómeno reciente, consecuencia de la falta de trabajo en los centros urbanos del país, por lo que dicho fenómeno se ha incrementado entre la población otomí. Este tipo de emigración internacional se da más en los varones, debido a los riesgos del viaje y a que las mujeres se quedan en las labores agrícolas.

En las comunidades otomíes de Amealco —y en mucha menor medida en Acambay y Chapa de Mota—, grupos familiares nucleares realizan estos viajes juntos, con la recurrente presencia de viudas y madres solteras. La migración también va de la mano del crecimiento demográfico de estas poblaciones otomíes, pues la carencia de tierras imposibilita incluso la división hereditaria en los espacios del solar para construir las viviendas de los hijos varones. Esta saturación ha sido un factor decisivo en el fenómeno migratorio de la población en la región.

El crecimiento demográfico ha llevado a muchos otomíes a construir sus viviendas fuera del territorio del patrilinaje, como sucede en el caso de Santiago Mexquititlán, donde desde hace aproximadamente cuarenta años se inició el asentamiento en tierras ejidales por parte de los hijos que ya no alcanzaron espacio para su vivienda en las tierras paternas.

Fue así como empezaron a poblarse los nuevos barrios. Del mismo modo, en los ejidos del valle de Jilotepec, cada vez más familias jóvenes utilizan, para vivir, tierras destinadas al cultivo, forzados por la densidad demográfica y la necesidad de tener acceso a ellas.

En Santiago Mexquititlán, la migración temporal de grupos familiares es la más recurrente. Desde los años setenta del siglo pasado, a partir de una crisis agrícola en la región, algunas familias otomíes migraron en masa principalmente hacia la ciudad de México.

Dicha población se puede reconocer fácilmente en avenidas y cruceros de la ciudad, porque portan sus vestidos tradicionales. Las mujeres de esta comunidad, junto con las mazahuas migrantes fueron llamadas “Marías” en la época citada, y generaron una organización en gran parte basada en el parentesco, aunque también sostenida por una identidad comunitaria y étnica, a través de la cual mantenían un ingreso económico con el comercio informal de artesanías. Con los años, estas familias otomíes han incursionado en diversas ciudades.

En la actualidad podemos encontrar colonias establecidas y permanentes en el Distrito Federal, Monterrey, Querétaro, Guadalajara, San Luis Potosí y León, formadas por migrantes de Santiago Mexquititlán.

 

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