Colaboraciones

Charlas de Taberna | Por Marcos H. Valerio | Un chamaco en la bola.

Cuando visitábamos la casa del abuelo, la parada obligatoria era frente al viejo y raído sillón del abuelo Marcos. Con más de 90 años, confundía a todos sus nietos. Él ya había perdido el sentido del oído, sin embargo, siempre estaba de buen humor y hablaba sin parar.

A gritos, le pedíamos nos platicara “sus aventuras de chamaco” –como él decía- de aquella época cuando estuvo en la Revolución, con una célula zapatista comandada por el general Miguel Barbosa, “El soldado del pueblo”, que hizo suya la región de la Mixteca, entre los límites de Puebla y Oaxaca, incluso parte de Veracruz.

Con sus nietos sentados alrededor, el abuelo recargaba su barbilla en su bastón e iniciaba la plática. “Eran otros tiempos”, recordaba. “¡Qué íbamos a tener tiempo de estar jugando o de llorar!, ¡no!, teníamos que estar a disposición de mi general Barbosa y a las órdenes de mi general Zapata”.

Quedé huérfano a los nueve años. Un cura me llevó a su parroquia y me enseñó a tocar el armonio y el piano, a cantar, pero apenas inició la bola dejamos las misas para estar con nuestra gente, para pelear contra el mal gobierno. Mi hermana Chonita se quedó con unas monjas.

A mis 12 años, la vida ya me había golpeado duro. Eso hace que no le tengas miedo a nada, aunque debo confesar que sí me daba miedo, pero me valía. Como estaba chaparro y desnutrido, pos me veía más chamaco. Eso le gustaba a mi general Barbosa y cuando teníamos que ir por armas a Veracruz o Puebla, me mandaban con otros dos chamacos y tres burros.

Ese era el modo de engañar a los pelones. Como nos veían escuincles, nos dejaban pasar, nunca se imaginaron que entre la leña llevábamos los centenarios para comprar el armamento y, de regreso, para que no se dieran cuenta, volvíamos a cargar las bestias, pero ahora con zacate, escopetones y parque escondidos entre la hierba.

Cuando nos llegaban a parar –relataba- poníamos nuestras caras tristes. Decíamos que nuestros papás los habían matado en la bola y que la leña era para que nuestras madres molieran e hicieran las memelas. Los soldados ni revisaban los burros, la verdad es que ya nos la sabíamos.

Conocíamos bien la Mixteca, podíamos caminar hasta con los ojos vendados. Ahí hace mucho calor, está árido. Sólo encuentras mezquites, biznagas, cardones y nopales, no hay agua. Era cuando estábamos al pendiente de los caballos, mulas y burros. Apenas orinaban, poníamos los calabazos y era lo que tomaba la tropa, los orines de las bestias a las que les dábamos las biznagas para que no se deshidrataran.

Una de las veces que nos tocó ir por armas, al cruzar por el corazón de la mixteca, en Petlánco, a Rodrigo, un chamaco que iba conmigo, le llegó la tristeza, porque a dos kilómetros de ahí vivía su mamacita.

Él había sido reclutado por la leva, aquella ley revolucionaria que decía: Todo aquel que aguantara una escopeta o un 30 30, estaba listo para la revolución. Nos conmovió y fuimos a ver a su familia, total, eran sólo unos minutos.

Al muy tarugo se le ocurrió contarle a su tío que llevábamos los burros cargados de centenarios y oro que, dos semanas antes, habían sido robados por los revolucionarios en pueblos cercanos a Tehuacán y que ahora serían utilizados para comprar armas. Al enterarse, el tío cambió la cara y la maldad brotó en su semblante.

A Gumaro, el otro escuincle, le dije: “ponte trucha, porque éste nos quiere venadear para llevarse el oro”. Gumaro, más astuto, frunció el ceño y dijo en voz alta que le habían caído mal las memelas con salsa que nos había dado la mamá de Rodrigo y que iba atrás de los mezquites por los dolores que no lo dejaban».

A la salida del pueblo, cerca de la cueva del Diablo, nos estaba esperando el tío de Rodrigo con una carabina para matarnos. El muy jijo apuntó primero a su sobrino y le pegó en la cabeza, muriendo al momento; pero no le dio tiempo de dispararme porque Gumaro lo golpeó en la cabeza con un palo hasta matarlo.

Escondimos los cuerpos, pero sabíamos que nos iban a seguir. Menos nos iban a creer lo que pasó. No podíamos ir a galope porque las bestias iban cargadas. Decidimos enterrar el oro y centenarios en la entrada de una cueva y regresamos a las inmediaciones de Ajalpan, con el general Barbosa, pero la batalla había empezado.

Tuvimos que esperar dos semanas. Cuando Barbosa se retiraba al monte con su gente, le contamos lo sucedido, nos dijo que después regresaríamos por el dinero, ya que lo principal era mantenernos vivos.

Los soldados rondaban cada centímetro del monte y tuvimos que irnos hasta Veracruz, por la sierra de Zongolica. Meses después regresó toda la tropa, tomamos Altepexi, Buenavista, Ajalpan y Tehuacán. En una de esa batalla cayó el Gumaro.

El general Barbosa me pidió prudencia, más tarde regresaríamos por los lingotes y centenarios que, en ese entonces, eran como 10 mil pesos. Hoy, dijo, tenemos armas y no se necesitan más.

La Revolución terminó y nunca fuimos por el oro. Creo que a mi general se le olvidó ese guardadito. Ya de adulto regresé a la cueva, pero no encontré nada, excavé con mi hijo Fidel, el mayorcito de todos, cada centímetro por varios días, el árbol que era la señal ahí estaba. Si alguien lo hubiera encontrado, seguro seca el árbol al palearlo, pensé.

Creo que el diablo lo sumió más abajo, pues no era para mí. Seguro estoy que nadie nos vio cuando lo escondimos, “ni modo que Gumaro hubiera regresado del más allá para llevárselo”.

Botón volver arriba